Diálogos con Ramón Gaya

Rayas inteligentes. José Belmonte Serrano. Universidad de Murcia
Fue a principios de la década de los ochenta del siglo pasado. Un lugar: el Palacio de la Magdalena de Santander. Un curso de verano con Fernando Fernán-Gómez, el académico Francisco Rico, el novelista e ingeniero Juan Benet y el poeta Jaime Gil de Biedma. Al autor de Las personas del verbo le pregunté, a propósito del 27, cuál era su escritor favorito. “Jorge Guillén, sin ningún género de dudas –me respondió de inmediato”. “¿Guillén? ¿Por qué Guillén y no Cernuda o Lorca? –le repliqué sorprendido”. El viejo vate, con su copa de rosado en la mano, atacó de nuevo: “Sí, Guillén, por sus poemas un poco retorcidos y misteriosos. Disfruto como nadie cuando alcanzo a descifrar su sentido”.
Algo así sucede con la pintura, con la fotografía y la escultura, de Emilio Pascual. El placer se inicia durante el proceso de desciframiento de sus obras. Tras una primera y furtiva mirada, casi al descuido. La culminación de ese encanto estético, en el instante mismo en el que, por fin, logramos descifrar su gramática, los distintos matices de su sintaxis, los infinitos engranajes de su bien trenzada estilística. Emilio Pascual es un reconocido artista que nada deja al azar. Trabajador incansable y serio, experimentador e inconformista, respetuoso con lo clásico, hace continuamente uso de la reflexión llevado por su afán renovador, conducido por el deseo de originalidad, de querer aportar nuevas fórmulas al tan manido mundo del arte. El resultado, pues, a veces, poco importa, perplejos por el propio proceso creativo. Y, sin embargo, la conclusión resulta, asimismo, igual de brillante en forma de una amalgama de colores, tan propios de él que sus producciones ya resultan, a estas alturas, inconfundibles; o bien a través de una significativa monocromía con la que invita al lector a aportar la luz, su propia semántica. El proceso no siempre es instantáneo. La visión de sus obras ha de ser, por fuerza, pausada, deliberadamente lenta, hasta lograr la comunión con aquello que, con tanto amor, nos ofrece. Un mundo, en fin, repleto de “rayas inteligentes”, como el ya citado Jorge Guillén avisa en su poema “A lápiz”, que concluye con estos reveladores versos: “Bajo calidad tan lisa./ Toda un alma se precisa,/ Vale. Tras ella me afano”.


La Copa Desnuda. Emilio Pascual en el Museo Gaya.
Santiago Delgado. Academia Alfonso X El Sabio. El Museo Ramón Gaya (1910-2005) de Murcia ha ideado una serie de eventos artísticos, consistente en encargar a determinados pintores de contrastado prestigio, la creación de obras que puedan dialogar con algún cuadro del Maestro que da nombre al Museo. Felizmente ya iniciada la serie, el turno, tras Nono García, y Manolo Pardo ha llegado al pintor yeclano Emilio Pascual (Yecla, 1961).
Emilio ha ideado un par de cuadros que pudiéramos llamar gemelos y contrarios. Ha identificado a la copa, omnipresente en los cuadros del pintor del 27, y ha buscado depurarla, desnudarla del todo. A la vez, nos ha descubierto que la del Maestro aún mantenía cierto telo casi invisible que ya transparentaba su almendra última. Emilio ha dejado a la copa de Gaya, no ya solamente pura, sino prístinamente desnuda. Pascual no ha tenido al pincel como instrumento, sino a la propia luz, para identificarla como medio y como fin, al mismo tiempo. La luz, captada fotográficamente. Un ejemplar de copa gayiana, obtenida en su propio entorno familiar, idéntica en todo a la del autor del Sentimiento de la Pintura, le ha servido de referente. El artista, ayudado por textos del propio Gaya y de algunos exégetas de su obra, ha llegado a desproveer a la copa de entorno. Incluso de base o referente lateral. Y las ha sumergido en dos planos absolutamente negro uno y absolutamente blanco el otro. Conjugando varias tomas de focalización de luz, Pascual ha conseguido perfilar las dos copas, en los centros respectivos de ambos cuadros, rebajando los centros de gravedad lo suficiente para que no vuele la imagen. En “lienzos” del tamaño de un talle humano.
Como en un ajedrez dual, el encantado díptico encara al espectador con una sobriedad, muy de la pintura española, la Roca Española del Prado que decía Gaya. Un aire de Zurbarán, y de su famoso bodegón de las jarras, golpea estéticamente al espectador amante de la Pintura y del sentimiento que produce. Y es el negro de fondo del Cristo de Velázquez. Y es el perfecto perfil, reducido a pura luz, de la copa con agua en su tercio llena, que recuerda la uvas perfectas de Juan el Labrador. Y el espíritu de sobriedad expresiva de las liras de San Juan de la Cruz.
Y, en el gemelo contrario, albo como hábito de mercedario también zurbaranesco, restallan glorias de Tiépolo y nubosidades inmaculadas de Murillo.
También, el recuerdo de Ramón Gaya, que supo ver que, en aquella copa española captada por Velázqez en el Aguador sevillano… había algo más que una copa.


La fragancia del vaso. José Belmonte Serrano. Universidad de Murcia
Quiero expresar aquí algunas cuestiones relacionadas con la aportación artística de Emilio Pascual a este Diálogo con dos cuadros de Ramón Gaya que escoltan otras tantas fotografías.
En primer término, me gustaría destacar el LUGAR elegido para la exposición: el Museo Ramón Gaya de Murcia, ciertamente, no haría falta significarlo, resulta obvio. Pero afinemos un poco más: una sala a unos metros de aquí, a mi derecha. Un rincón entre columnas, con una leve luz natural que, de manera cenital, resbala desde un lucernario. Una sala un tanto independiente, apartada, pero no desgajada ni aislada del resto del conjunto de este hermoso y emblemático edificio, de este casón que, en un tiempo, no hace tantos años, albergó la vida, el rumor del tiempo, el ruido de pasos, la risa de unos niños, el vivir continuo y diario de una familia acomodada murciana. Ese, y no otro, es el LUGAR elegido para este continuo y sostenido diálogo entre las obras de Emilio Pascual, producidas justamente el año en el que estamos, y las de Ramón Gaya, dos óleos sobre lienzo, de 1951 y 1989, respectivamente.
Veamos ahora el MODO. En esos pocos y bien aprovechados metros cuadrados, nueve textos de crítica y de poesía, de autores diversos, distintos y distantes, todos ellos actuales, contemporáneos, como Andrés Trapiello, el desaparecido periodista vasco del diario La Verdad Gontzal Díez, el poeta y profesor Jorge Guillén y, entre otros, Alfonso Pérez Sánchez, nuestro ilustre murciano que puso una pica en el mismísimo Museo del Prado, del que fue su director.
Son textos elegidos, conviene decirlo, y seleccionados por el propio artista, por Emilio Pascual, quien nos viene a demostrar así su fino olfato, su intuición y su buen gusto por la frase bien hecha, artesanalmente construida, por el mensaje poético, por la belleza de la palabra.
Son textos que hablan, con nitidez, con rotundidad, con claridad meridiana, de formas y de espacios, de volúmenes, de la luz, de pinceladas, de palabras, de Velázquez, del silencio y la claridad, de atardeceres, del misterio de la creación, de meditación, de inmortalidad, del paso del tiempo, de síntesis, de belleza, de depuración, de expresión emocional, de humildad, de austeridad, de inmortalidad, del cristal transparente.
Los compañeros de este ameno viaje son, como ya dejé indicado, a la izquierda de la mirada del espectador, un cuadro de Ramón Gaya titulado “Homenaje de Picasso a Max Jacob y mío a Picasso”, de 1989. Un óleo sobre lienzo.
A la derecha, “Homenaje a Velázquez (El Felipe Próspero de Viena)”, también óleo sobre lienzo, de un tamaño algo mayor que el anterior: una copa de agua, otra copa, diferente, con flores y un cuadro al fondo, más insinuado que pintado: el de Velázquez que dedicó al príncipe Felipe Próspero en 1659.
Entre ambos cuadros de Ramón Gaya, “Donde resbala la luz”, fotografías de Emilio Pascual producidas en 2013, durante el año en curso, fotografía digital, 200 x 100 centímetros. ¿Verdaderamente son fotografías? ¿O pinturas disfrazadas de fotografía? ¿O imágenes proyectadas desde alguna parte? ¿O solo son trampantojos que se ha forjado nuestra exaltada mente?
De un lado, la claridad de una de estas fotografías, con su copa suspendida en el aire, flotando sobre nuestra imaginación. De otro lado, la sombra, con idéntica imagen con la copa. O lo que es lo mismo, como expresaba uno de los ilustres visitantes a esta muestra el día de la inauguración, el escritor Santiago Delgado: la Noche Oscura del Alma, de San Juan de la Cruz, frente a la claridad de la nada.
El príncipe Felipe Próspero de Viena, al que rinde homenaje Gaya, había nacido en 1657 y murió en 1661, con tan sólo 4 años. Era el tercer hijo del matrimonio entre nuestro Felipe IV y doña Mariana de Austria. Pese a morir con tan corta edad, aún pudo disfrutar del privilegio de ser nombrado príncipe. Velázquez, tan sabio y preciso como siempre, se compadece del personaje. Lo pinta con un brazo apoyado sobre el sillón y, sin crueldad alguna, antes bien con mucho amor y delicadeza, deja transparentar su precaria salud de niño destinado a la muerte.
El Max Jacob al que rinde homenaje Picasso, a quien, a su vez, rinde homenaje Ramón Gaya, fue escritor, poeta, dramaturgo y, sobre todo un conocido pintor, bien considerado mundialmente, de tendencia surrealista, muy amigo del artista malagueño, afincado en París por aquellos años. Nació en Francia en 1876 y murió, en 1944, en un campo de concentración francés, durante la ocupación alemana. Era, no haría falta decirlo, si nos atenemos a su triste destino, de origen judío.
Pues ya ven: Las luces y las sombras, la noche oscura del alma y la claridad de la nada de las dos fotografías de Emilio Pascual, acaso sin que él se lo proponga del todo, inconscientemente, como por arte de magia (esa magia que sólo los artistas, los buenos artistas, poseen), parecen querer hablarnos de estos dos personajes, el príncipe Felipe Próspero y Max Jacob, que gozaron de la fama y del prestigio en vida: el uno, príncipe cuando apenas había nacido en una de las cortes más gloriosas de todo el orbe, el otro reconocido por sus escritos, por sus obras teatrales y sus novelas, y también pintor innovador, originalísimo, al que la historia le tenía reservado un lugar entre los grandes.
Ambos, encaminados hacia la muerte prematura el uno. Hacia un destino fatal, inhumano, irracional, inadmisible, el otro.
La luz y la sombra –la sonrisa y la mueca de la máscara griega- de dos personajes paradigmáticos, reflejadas en las dos fotografías de Emilio Pascual en cuyo fondo, como diría su paisano Azorín, reluce la fragancia del vaso, al tiempo que fluye, melancólicamente, el paso del tiempo –ese tiempo quevedesco que ni se para ni tropieza– que nos conduce, desde el corazón de las tinieblas, inexorablemente, a la nada.


Un brindis por Gaya. Antonio Arco (La Verdad de Murcia. Martes 17.12.13)
Es una última copa, depurada hasta casi la extinción y en soledad, a la espera del alba o de la resurrección y, según se mire, bañada por la luz o por la noche oscura de las almas en vilo. Sin más, modestamente, sencillamente, una copa en homenaje discreto y verdadero a Ramón Gaya...

Donde la luz resbala. Fotografía digital 200x100 cm